La importancia de crear recuerdos

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Cuando era pequeño, a principios de los años 2000 o incluso antes, en casa teníamos un baúl muy particular. No era un baúl cualquiera, de esos que se usan para guardar mantas o ropa de otras temporadas. Este era especial. Estaba hecho de una madera fina, algo acartonada, y tenía una forma que siempre me recordó a los cofres del tesoro que aparecían en las películas de piratas. Grande, robusto, y con dos trabas metálicas que cerraban la tapa con fuerza. Una de esas trabas tenía una rotura, un pequeño agujero por el que podía espiar su interior para descubrir sus secretos. Allí dentro se escondía un auténtico tesoro: una colección inmensa de álbumes de fotos familiares.

Recuerdo con cariño aquellas tardes de invierno en las que, con mi familia, abríamos el baúl y lo vaciábamos de sus secretos, para sentarnos luego en el piso del salón, rodeados de recuerdos. Álbumes de todos los tamaños y colores. Algunos estaban forrados en tela, otros tenían tapas duras de cartón plastificado y, los más antiguos, venían con hojas de papel manteca entre las páginas para proteger las imágenes. Aquellas sesiones de fotos improvisadas no eran un simple paseo por el pasado, sino una forma de revivir los momentos que construimos juntos como familia.

En cada fotografía se escondía una anécdota. Una risa, un abrazo, la sorpresa de vernos más jóvenes. Bastaba con detenernos en una sola para que surgieran los recuerdos. Una foto en la que aparecíamos sentados sobre la arena, con el pelo revuelto, era suficiente para volver por un momento a aquellas vacaciones en la playa. Para recordar los juegos con las olas y las meriendas en el paseo marítimo. Era como si las imágenes tuviesen voz propia y nos llamaran desde el papel.

También había fotos en blanco y negro, en esas podíamos ver a nuestros abuelos en sus tiempos de juventud. Imágenes algo granuladas y sin los colores que nos resultaban habituales, eran como ventanas a otra época. Una forma de entender la historia familiar más allá de los relatos.

Y luego, claro, estaban las fotos de cuando yo era bebé. En casa teníamos un álbum dedicado exclusivamente a los primeros años de cada uno de los hijos. Allí estaban las primeras sonrisas, los primeros pasos, las fiestas de cumpleaños. Tantos recuerdos inmortalizados en imágenes, cuidadosamente ordenados y conservados para que le ganen al tiempo. Tantas fotografías que aguardan en el baúl de mi casa de la infancia y en la de tantas otras, cuidando los mejores momentos de cada familia.

Hoy en día, por desgracia, esa costumbre se está perdiendo. Nuestra relación con la fotografía se fue modificando, así como nuestras vidas se van adaptando a una era más tecnológica. Vivimos en una época en la que todo va demasiado deprisa y la tecnología, que en teoría debería ayudarnos a guardar mejor nuestros recuerdos, ha acabado por hacerlos más efímeros. Tenemos miles de fotos en el móvil, en la nube, en ordenadores y discos duros. Pero, ¿cuántas veces nos detenemos realmente a mirar esas imágenes? ¿Cuántas veces imprimimos las fotos o las organizamos en un álbum físico?

Estos cambios también se ven reflejados en el trabajo profesional de los fotógrafos. Un oficio que inició con el trabajo analógico. Un proceso lento, riguroso y de alto costo. Hace poco tiempo leí un artículo de Sebastián Ágreda para Unab Radio, allí cuenta cómo los fotógrafos profesionales se tuvieron que adaptar a la era digital. Comienza con la historia de Luis Emilio Pérez. Un fotógrafo de más de 60 años que se vio desplazado y superado por la tecnología. Otro detalle que remarca Sebastián es el valor que antes se le daba a la sesión fotográfica. El margen de error a la hora de sacar una fotografía era reducido y los resultados demoraban tiempo en poder revelarse, lo cual hacia del momento todo un acontecimiento.

Con la fotografía analógica, cada foto resultaba ser un acontecimiento especial, principalmente si se trataba de un trabajo hecho por profesionales, en un estudio y con materiales de calidad. Y, aunque las fotos digitales tienen muchas ventajas, también se pierden en el desorden. Un carrete del móvil puede contener años enteros de momentos mezclados que, sin orden ni contexto, terminan por perderse. O la posibilidad de sacarnos muchas tomas del mismo momento, para luego elegir la que mejor salió, provoca que se acumulen infinidad de imágenes repetidas, haciendo que la cantidad termine por tapar la calidad del momento.

Para muchos fotógrafos, la digitalización no solo facilitó la producción masiva, sino también la eliminación de imágenes. Una dinámica de fácil acceso que deja relegada la emoción de abrir un álbum, pasar sus páginas y comentar cada imagen con alguien querido. Estamos en una época en la que compartimos nuestros momentos mediante las historias en redes sociales, que no duran más de un día.

Sin embargo, aún no es tarde. Si bien las herramientas y la forma de trabajo han variado mucho, todavía hay profesionales que ponen en valor lo que significa conservar físicamente las fotos. En su blog, la fotógrafa Brenda Roque, insiste en la la importancia del álbum fotográfico impreso para conservar “los recuerdos que nutren el alma”, como ella los llama. Su forma de trabajar no se limita a hacer una sesión fotográfica: incluye la edición y selección de imágenes, para ayudar a las familias a elegir aquellas que más les emocionan y animarlas a imprimirlas para que no queden perdidas en la nube.

El trabajo de profesionales no deja de ser fundamental. Recuerdo que cuando era chico, aquellas fotos de cara analógica eran capturadas en el rollo y no las podíamos ver hasta que sean reveladas por el laboratorio. Hoy en día eso ya no es necesario, pero corremos con el riesgo de perder nuestros recuerdos. Coincido con Brenda en la importancia que le da a la experiencia tangible, porque la foto impresa queda para siempre, conservada para poder revivir recuerdos y heredárselas a las generaciones venideras.

En un mundo que corre sin parar, hacer una pausa para capturar un momento se convierte en un acto de rebeldía y de amor. Y en esa tarea, contar con la mirada sensible de una fotógrafa como Brenda Roque marca la diferencia. Porque los recuerdos importan. Porque merecen ser cuidados. Porque, como aquel baúl de mi infancia, necesitamos lugares donde nuestra historia pueda seguir viva, para que podamos revivirla siempre que queramos.

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